miércoles, 18 de noviembre de 2009

MEMORIA DE TRABAJO 13-11-2009

Esta semana decidimos que me encargara yo, Marta Fúster, de realizar la memoria del trabajo. En lo que se refiere a la actualización del trabajo en grupo, hemos decidido compartir con la clase, a través del blog, una somera pero acertada introducción de las dimensiones de la vida en la Edad Moderna, específicamente en los siglos que nos conciernen, XVI y XVII.

LAS DIMENSIONES DE LA VIDA EN LOS SIGLOS XVI Y XVII
Mediado el siglo XVI, Europa había iniciado ya su expansión a todos los rincones del mundo, y los europeos amenazaban la seguridad de las civilizaciones más avanzadas del globo. Inevitablemente, esta expansión vigorosa llevaba consigo una alteración de las perspectivas de la vida cotidiana en el continente, a medida que el comercio traía nuevas mercancías al mercado interior y que la actividad mercantil empezaba a explotar las riquezas de las posesiones ultramarinas recientemente adquiridas. No era sólo el mundo exterior el que cambiaba. De puertas para dentro, todo el ideario de los europeos había quedado trastocado por los acontecimientos revolucionarios de la Reforma. En el período que aquí nos ocupa, el siglo que siguió a la Reforma, estaban aún vivos los problemas y conflictos que la escisión de la Cristiandad había suscitado. Tan profundos son los cambios de la era posreformista, que muchos historiadores atribuyen todavía un carácter revolucionario a los sucesos religiosos, económicos y políticos de la época. Pero importa observar también que, a su vez, la marca revolucionaria produjo una reacción que contuvo y alteró la dinámica del cambio. Esta tensión entre flujo y reflujo, entre avance y estancamiento, que caracteriza a la época, la describiremos aquí en términos de una “crisis”: una crisis que tuvo lugar concretamente hacia mediados del siglo XVII.
Al hablar de una “crisis” estamos describiendo en primer lugar la dialéctica del cambio, pero también la estamos relacionando específicamente con los acontecimientos enormemente importantes de ese período. Los hombre reflexivos de la época eran conscientes, desde luego, de los cambios operados en todas las ramas de la actividad social, ya fuera en el valor decreciente del dinero que llevaban en el bolsillo, en el número creciente de parados en las ciudades o en la intensidad creciente del conflicto ideológico y los estragos ocasionados por años de guerra incesante. Por todos lados se transformaba rápidamente el patrón de la existencia.

EL ESPACIO
¿Cómo era de grande el mundo europeo de 1550? Tenemos aquí alguna evidencia de la gran transformación que había sufrido Europa. Los mercaderes, aventureros y exploradores del litoral atlántico habían ampliado inconmensurablemente los horizontes del europeo de fines del siglo XVI. A los breves y fragmentarios contactos medievales entre Europa y Asia habían venido a sustituir en la época renacentista otros contactos directos, extensos y lucrativos entre los comerciantes de Europa y las monarquías asiáticas. Mientras Portugal se enriquecía con el comercio en las Indias Orientales, los españoles habían empezado a consolidar en América un imperio que en territorio y riqueza mineral superaba al de cualquier otra potencia europea.
Entre las empresas portuguesa y española había habido siempre una rivalidad encarnizada, que se hacia patente no sólo en el control exclusivo de sus respectivos imperios sino también en el control de la información. Antes de 1550, aproximadamente, los portugueses ejercían un control estricto sobre la circulación de impresos relativos a sus territorios en Asia, a fin de preservar la seguridad que rodeaba a su monopolio del comercio de especias. Los españoles no eran tan reservados, en parte porque en América parecía haber menos peligro de intromisión extranjera, en parte por que las controversias surgidas en torno a los métodos de conquista hacían necesario un debate público; de otro modo, como decía el historiador contemporáneo Antonio de Herrera, “la reputación de España caería rápidamente, pues las naciones extranjeras y enemigas dirían que poco crédito se podía dar a las palabras de sus gobernantes, cuando a sus súbditos no se les permitía hablar libremente”. El deseo de restringir la información, deseo común a la mayoría de los estados de la época, hubo de desmoronarse frente a una curiosidad creciente por parte del público y una actividad incrementada por parte de la imprenta.
A partir de 1550, Europa se vio inundada de literatura acerca de los territorios de ultramar que el explorador y el mercader le habían abierto. La publicación de estas obras de literatura fue a la vez síntoma y causa de una curiosidad hacia el mundo exterior, y una aceptación del destino colonial que confirmaban la voluntad de expansión de Europa.
Los viajes y exploraciones no serian sino una primera etapa en el descubrimiento europeo del mundo exterior. De ello da testimonio el marcado contraste de actitudes entre la primera y segunda parte del siglo XVI. En el primer periodo es todavía la sensación de asombro la que predomina en los informes de los viajeros europeos. Muchos constataban con estupor que frecuentemente Asia y América daban quince y raya a cuantas maravillas pudiese ofrecer Europa.
En el curso del siglo XVI, la conciencia de la parte modesta de Europa dentro de la civilización mundial fue desplazada por una actitud nueva y más agresiva. Confiado en la superioridad de su tecnología y armamento, el europeo traspaso casi sin sentir los umbrales de la época colonial. El resultado fue una demasiado fácil presunción de su destino de mando moral y civil. Las empresas mercantiles de los portugueses e ingleses, no menos que el imperialismo, más despiadado, de los españoles y holandeses, estaban por igual imbuidas de esa actitud. En parte brotaba de una convicción puramente religiosa del deber de llevar la fe a los paganos. Por otra parte emergía también de una presunción de superioridad racial intrínseca.
La ampliación del espacio no quedaba limitada únicamente a la cosmovisión de estadistas, propagandistas y comerciantes. Por primera vez se ofrecían al pueblo llano de Europa extraordinarias oportunidades de desplazamiento. Dentro de sus propios países, los europeos podían efectuar migraciones internas con regularidad, de modo que no estaban confinados de por vida a un espacio limitado en el que hubieran de nacer y morir. Más allá de esto, sin embargo, se les ofrecía ahora la posibilidad deslumbrante de emigrar a las nuevas tierras del otro lado del Atlántico. Fueron los españoles quienes abrieron la marcha hacia América, pero en la primera parte del siglo XVII también emigraron gran número de ingleses.

LA GUERRA
Todos los demás problemas podían quedar y, de hecho, quedaban sumergidos en el de la guerra. Las epidemias y el hambre eran consecuencias naturales de los estragos de la soldadesca: en este período es muy posible que fueran más mortíferos que las propias campañas militares. Es, por consiguiente, bastante engañoso pensar que fue una época de guerra limitada. Es cierto que los ejércitos eran relativamente pequeños, que la movilización de masas no existía y que las armas no eran terriblemente letales, pero los países afectados por la guerra sufrían tan graves daños en su economía y población que sería falaz tratar de minimizar la escala de destrucción. Incluso el hecho de que las muertes en combate tendieran a ser moderadas hay que considerarlo en su justa dimensión, pues sin duda había ocasiones en las que el celo rebasaba todos los límites. Quizá las mayores atrocidades del siglo XVII las cometieron los ingleses. El genocidio que llevaron a cabo con el pueblo irlandés condujo entre 1641 y 1652, a una merma de población de unas quinientas cuatro mil almas.
La lamentación suscitada por la guerra era universal. Se necesitaron los males de la de los Treinta Años para que la población de Europa se diera cuenta de los horrores que la guerra llevaba consigo.
Es difícil calcular el efecto global de la guerra sobre la población. No basta con contar muertes; hay que tener en cuenta también los refugiados y la emigración, así como un posible descenso en el número de varones y en el nivel de fertilidad. Los cuatro pasos que estudiaremos brevemente a continuación pueden dar idea del impacto de la guerra en el período de 1550 a 1660.
No hay duda de que Francia sufrió grandemente en el medio siglo (1559-1598) de conflicto que se conoce con el nombre de guerras de religión. No nos interesan aquí sus graves efectos sobre el comercio y la industria, sino únicamente la pérdida de vidas humanas. Es posible relacionar los reveses graves con los años de crisis y epidemia. Los datos limitados de que disponemos permiten afirmar que Francia participó de la expansión demográfica de la época, y que el efecto de las guerras sobre la población civil fue mucho menor de lo que antes se pensaba. Estas observaciones no tienen en cuenta, por supuesto, las consecuencias derivadas para otros sectores de la economía.
Alrededor de 1590, sufrían los Países Bajos su guerra particular. La larga contienda por la independencia holandesa, conocida en Holanda con el nombre de guerra de los Ochenta Años (1568-1648), escindió el país en una parte septentrional (las Provincias Unidas) y otra meridional (sometida a España). En los primeros años el norte padeció males considerables, pero de finales del siglo XVI en adelante sería el sur el que llevase el peso de la guerra. Varios factores se combinaron para producir efectos totalmente desastrosos sobre el sur, y no se tradujeron tanto en pérdida de vidas como en emigración. El colapso del país fue hasta cierto punto consecuencia del colapso de Amberes, que fue víctima del bloqueo del Escalda a partir de 1572 y de la rebelión de las tropas españolas – la Furia Española – en 1576. De 1580 en adelante el territorio belga conoció una grave crisis, conforme la economía se iba paralizando. En 1581 se hundieron las industrias de paños de Courtrai y Oudernarde. En 1582 las tropas del duque de Anjou saquearon varias ciudades industriales. En el otoño de 1581 no se pudo sembrar nada en los campos de alrededor de Bruselas, por causa de la guerra. Los mercenarios mataban campesinos, las granjas eran destruidas, los campos se dejaban sin labrar. En 1585 el Escalda quedó firmemente cerrado por los holandeses. Hubo aldeas donde no quedó piedra sobre piedra.
Hubo un hambre generalizada, sobre todo en 1586. En ese año, la población de la mayoría de las aldeas de Brabante había descendido a entre un veinticinco y un cincuenta por ciento de lo que fuera antes de 1575. En Lovaina el número de casas habitadas bajo de 3299 en 1526 a 1685 a finales del siglo. En 1604, los Estados de Flandes declaraban que <>. Esta depresión no afectó a todas las provincias meridionales por igual. Las regiones norteñas, pobladas por flamencos, fueron las que más sufrieron; la sección meridional, valona, experimentó una cierta recuperación, sobre todo alrededor de Lieja. Pero el estallido de la guerra en 1621, al expirar la Tregua de los Doce Años entre España y las Provincias Unidas, acarreó nuevas calamidades. La muerte y la miseria confirmaron el dramático descenso de población de los Países Bajos del sur. Estas guerras desastrosas del siglo XVI coincidieron hasta cierto punto con un período de expansión demográfica, de modo que no parece haberse dado un retroceso grave en los índices de natalidad y fertilidad. Es al llegar a las guerras de mediado el siglo XVII cuando empieza a perfilarse un cuadro diferente. Cualquiera que fuese su efecto en las distintas zonas, estas guerras marcan un giro crítico. A partir de la primera mitad del siglo se registra una recesión demográfica, y las guerras vienen a acentuar esa tendencia. En Francia los reveses de población aparecen estrechamente vinculados a la Fronda. Las campañas de 1648-1653 se desarrollaron principalmente en el norte de Francia, y en particular en los alrededores de París.
Los acontecimientos de Alemania suministran nuevas pruebas de la acción mortífera de la guerra. La larga controversia en torno a los efectos de la guerra de los Treinta Años sobre la población germana está ahora resuelta en bastante medida, gracias a los estudios detallados que se han llevado a cabo de cientos de localidades afectadas por el conflicto. La mortandad y la destrucción fueron extensas; lo que es peor, fueron prolongadas. Aun reconociendo lo exagerado y propagandístico de los relatos que cuentan los horrores de la guerra, no hay razón para discutir la realidad de la devastación, la peste, el hambre y la pura barbarie de la soldadesca. La pérdida real de población alcanza proporciones increíbles.
En la totalidad de las regiones alemanas los centros urbanos perdieron un tercio de su población, y las zonas rurales alrededor de un cuarenta por ciento. Las pérdidas oscilaron entre menos de un diez por ciento en la Baja Sajonia y más de un cincuenta en Wütemberg y Pomerania. Hay que manejar estas cifras con cautela, porque el término <> es ambiguo. Sabemos, por ejemplo, que hubo una enorme población de refugiados, y que buena parte de ellos regresaron a sus hogares al cabo de varios años. Así pues, <> no significa necesariamente muerte, y tal vez sería más correcto hablar de un <>.
El carácter incompleto de los registros de nacimientos y defunciones, y la elevada mortandad que ocasionaron las epidemias, hacen virtualmente imposible la determinación de un índice de mortalidad exclusivamente a la guerra. Se pueden calcular las bajas registradas en batallas y asedios, pero estas cifras quedan siempre superadas por las de muertes atribuidas a la <>. Esto no significa que la guerra quede absuelta de responsabilidad, porque, si bien las epidemias eran un fenómeno recurrente, durante la guerra en Alemania los brotes estuvieron muy vinculados al movimiento de tropas, y la pestilencia florecía invariablemente en la estela de los ejércitos.
Citar una lista interminable de cifras de fallecimientos no demuestra por sí solo el grave impacto de la guerra. Como el escritor contemporáneo John Graunt observaba a propósito de Londres después de la Gran Peste de 1665, es frecuente que un correctivo natural venga a remediar los estragos de una catástrofe: aumentan los matrimonios, vienen inmigrantes a incrementar la población y el índice de natalidad rebasa su nivel normal de antes. Un correctivo así podría compensar un revés demográfico serio, de modo que la tendencia global no experimentara cambios fundamentales. Desdichadamente, hay pocos indicios de que esto sucediera en Alemania (e incluso en Inglaterra la respuesta de la villa de Colyton a la peste de 1646 no muestra elevación compensatoria de los nacimientos después de aquel año calamitoso). La guerra de los Treinta Años había atacado los sectores más vitales de la población. Es muy posible que un descenso en el nivel de nutrición y salud pública afectara a la fertilidad. El resultado fue que en muchas ciudades el índice de natalidad cayó por debajo de su nivel anterior a la guerra, en Stuttgart en un cuarenta y ocho por ciento, en Augsburgo en un cuarenta y dos, en Núremberg en un treinta y seis. Aunque los boletines de la época pueden haber exagerado con frecuencia los sufrimientos de los alemanes, no hay razón para dudar del impacto extraordinariamente grave de la guerra sobre la vida de la población.

EL HAMBRE
Un suministro de alimento constante y adecuado era esencial para la vida. El hambre, en el sentido de gran desastre natural, era infrecuente: mucho más significativa era la amenaza constante de inanición por la imposibilidad habitual, cotidiana, de conseguir comida suficiente. Las existencias de alimentos se veían afectadas de diversas maneras: por el tiempo atmosférico, la demanda de la población numerosa, la buena explotación de la tierra, la facilidad de transporte y la presencia de guerras. Todos o cualquiera de ellos podía producir un efecto devastador sobre el precio de los suministros. La posibilidad de inanición dependía, pues, de gran número de factores interdependientes.
Dos grandes hambres, las de 1594-1597 y 1659-1662, tuvieron un impacto particularmente desastroso sobre Europa en este siglo. En la mayor parte del continente, los años de de 1595 y 1597 fueron años de lluvias excesivas y malas cosechas, que se tradujeron en una subida acusada del precio del poco grano que se podía conseguir. En España, Italia y Alemania, el desastre coincidió con una elevada mortandad ocasionada por extensas epidemias de peste. En Inglaterra hubo intentos fallidos de levantamiento armado. Enfrentado a este descontento, el gobierno inglés elaboró en 1597 una nueva Ley de Pobres (Poor Law) para mitigar la pobreza y la escasez reinantes.
Políticamente la depresión de 1659-1662 fue mucho más significativa porque determinó situaciones críticas que en muchos países allanaron el camino de transición hacia la monarquía absoluta.
La realidad del hambre es innegable, pero su distribución es más controvertida. La práctica de almacenar trigo confirma la existencia de una situación en la que la amenaza constante de una crisis alimentaria había convertido la seguridad de suministros en obsesión. Pero no todo el mundo estaba desnutrido, el contraste era escandaloso y premeditado. A los ricos les alcanzaba a veces la peste, pero casi nunca el hambre. Entre las clases bajas, la mortandad era por regla general más elevada entre el proletariado rural que en las ciudades, porque en éstas se podía pedir limosna, pero los campesinos tenían que sacar sustento de su propio entorno inhóspito.
Para determinar a un nivel elemental si la producción de alimentos era o no suficiente basta con echar una ojeada a la distribución del comercio ultramarino: la entrada de trigo en el Báltico en el Mediterráneo durante la segunda mitad del siglo XVI indica claramente que los países meridionales no podían alimentar a su población, y que el norte había un excedente considerable. En una época en que la inmensa mayoría de la población la formaba el campesinado, la tierra que labraban se iba fragmentando cada vez más para suministrar a cada campesino una base de sustento. Esa fragmentación, agravada por el crecimiento demográfico del siglo XVI, en la práctica servía para destruir la autosuficiencia de las clases rurales.

PATRICIA MORENO
CAROLINA GONZÁLEZ
ANDRÉS CORTÉS
DIEGO RINCÓN
MARTA FÚSTER

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